lunes, 24 de noviembre de 2008

La frase de la semana

Nunca olvido una cara, pero con usted haré una excepción.

Groucho Marx

martes, 18 de noviembre de 2008

Viaje canalla











Miércoles 12/11/2008

La mañana se muestra poblada de niebla, casi salida de un libro de Estéfano Rey, y me dirijo allá donde mi personalidad se hizo fuerte. Allí me voy a encontrar con el puerco más canalla que conozco para compartir con él unos días que tal vez me saquen de la rutina del desempleo. Pero antes, la recogida del título. Me vuelvo a sentir importante y recojo un autógrafo del rey sin esperar colas. Elijo a Don Álvaro para oficializar el evento y realizamos la visita obligada al templo del San Fernando, con los oficiales Gregorio y Luis al frente.
Ahora sí, llega el momento esperado y dos mierdas se encuentran cerca de Plaza de Armas, con los petates listos para cazallear en Canalla de la Sierra. Unos 80 Km nos separan de nuestro destino, y tras unas curvas serpenteantes en una carretera que alguien que no conoce los carriles asfaltados de la Comarca de la Janda considera como malas, llegamos a la sierra norte por un itinerario que nos obliga a atravesar La Rinconada y El Pedroso. Al llegar al pueblo Rafa pega el catazo en casa de Adolfo, hacemos unas tímidas compritas en el Covirán y entonces sí, provistos de una garrafita de vino y chorizo y morcilla del tiempo, nos dirigimos a la finca, donde ya nos han confirmado que se encuentra nuestro anfitrión.
Sin mucho trabajo, ayudados por la memoria de Rafa, tomamos el desvío del Km 9 y nos adentramos en los carriles que nos llevarán a la finca. El mierda que hace de copiloto parece expectante de ver la cara que se le va a quedar al mierda que maneja el volante, y no es para menos, pues el paraje donde aterrizamos se muestra como el Rohan andaluz. La casa está vacía y el run run de la motosierra nos da la pista de dónde puede encontrarse Adolfo, peleándose con la leña. Bajamos a la casa y nos disponemos a degustar una seta de la tierra, del tamaño de una luna sobre el agua. Aporto mis presuntos callos, que al final no pasan de potaje de garbanzos y cortamos también una tapita del chorizo y la morcilla recientemente adquiridos. Caigo en la cuenta de que no es necesario tener una unifamiliar de barrio pijo para elegir en qué porche nos colocamos. Así que nos sentamos a la mesa, sin olvidar el vino y la cerveza, y por supuesto la charla agradable con el portador de la motosierra y la compañía del astro sol, que agradecemos.
Adolfo es un profesor de matemáticas que se autodestinó en las profundidades de la sierra con su mujer y sus hijos y que me hace pensar continuamente en el maestro Horacio Quiroga en todos los sentidos, si equiparamos la selva de Misiones a la sierra de Cazalla.
Después del café, llega mi primera experiencia aceitunera. Cogemos los telones, las varas y herramientas de utilidad (maza, cuerdas para sujetar los telones, espuertas...) y nos dedicamos a la actividad de varear los árboles para recoger nuestro trabajo. Siento la necesidad, después de un año sin estar con el maestro canalla, de ganarme el nombre, pues mi mentor aceitunero no deja de llamarme Pedro. Cuando todavía no ha terminado el día, se hace la noche, y no tenemos más remedio que saborear de nuevo el vino vinito vino. La conversación agradable nos acompaña y nuestro anfitrión nos deja solos en el momento en que la luna hace aparición en el cielo del monte.
Dos canallas, rodeadeados de gallinas, gatos y ovejas, se quedan solos conversando con dos mierdas (que son los mismos que los canallas) pero más que la conversación, agradezco la compañía. Gusta siempre tener al lado a una persona que disfruta del placer de estar en un sitio tan apartado sin necesitar nada más, ni siquiera nos esforzamos por destrozar el silencio, pues estas ocasiones se presentan como un grato compañero y nosotros lo acogemos como un tercer confidente callado.
Después de unas partidas de ping pong para sudar lo que no hemos sudado paleando los árboles, preparamos el catre y nos ponemos a cenar. Encendemos la candela, no sin poco esfuerzo, y con ayuda que no vamos a confesar y a dormir se dijo, aunque me cuesta coger el sueño por una serie de factores: el calor de la chimenea influye, pero sobre todo me falta mi Pepi, pues una noche sin ella ya no será lo mismo para el resto de mi vida.

Jueves 13/11/2008

Las ansias de trabajo nos consumen, aunque el madrugazo se hace esperar. El señor misterioso está impaciente por salir a pegar palos pero este que escribe no es capaz de ser persona sin un buen desayuno campero: tostadas con aceite y ajo y un café recién hervido. Todavía quedan árboles por finiquitar, pero el ritmo es bueno. Rafael se desespera si ocupamos mucho tiempo colocando los telones y yo sonrío por dentro viendo su desesperación. Como un macaco de la jungla, es él quien se ofrece para subir a los árboles y atizar a las ramas más altas. Yo, por mi parte, sigo erre que erre dando caña desde el suelo, y a veces cae casi el olivo entero en la lona. No obstante, algo me dice que no estoy golpeando demasiado fuerte, pues el cabrón me sigue llamando Pedro. Me propongo secretamente el reto de ganarme el nombre y renovar el respeto después de lo de Praga y Florencia. El ejercicio es no algo que abunde en mi vida y sé que las agujetas van a llegar, pero estoy feliz y me siento vivo de nuevo por golpear a los árboles, que agradecen la poda agresiva a la que los estamos sometiendo. Deberían convalidar esta actividad como créditos de libre configuración en todos los gimnasios de ciudad y dejarse de pesitas y tonterías con las que todos los niñitos de papá sienten que están haciendo ejercicio. ¡Serán falsos!
(Tfno aludidos: 654885926. Se aceptan mensajes obscenos, pero nunca anónimos).
Al llegar el mediodía, la gárrafa de agua de 5 L. se convierte en una fiel compañera y seguimos dando jarilla a los árboles hasta la hora de la comida, que pueden ser las dos o las tres.









Nos metemos entre pecho y espalda, tras el habitual pique gastronómico, medio kilo de pasta con su medio kilo de tomate y complementos aderezantes varios.


Los gatos nos rondan, y alguno que otro recibe la ira de Rafa, que no parece soportar que ningun felino lo moleste en su momento de recuperar energía. Yo lo dejo hacer, pues me conviene que se canse o tal vez el ansioso que tengo a mi lado no me va a dejar disfrutar del placer cafetero. Aun así, casi no lo hace y me veo obligado a engullir la cafeína como no debe hacerse, sin calma.
Nos ponemos al lío de nuevo e incomprensiblemente interrumpimos la labor sin mucha preocupación pues somos conscientes de que al día siguiente nos quedaremos sin trabajo.
Mi compañero me lleva por el sendero del lago, para ver las ruinas, y el paraíso que contemplo me dice que ha merecido la pena marcarse el paseo. Nos sentamos un rato a contemplar la puesta de sol y a espantar los pájaros a los cazadores, que intentan intimidarnos sin mucho éxito.







La cena caballera se repite, y las partidas de ping pong van subiendo de nivel. Ya no dudo que el mierda me va a terminar ganando, pero todavía me resisto y soy capaz de remontarle un 2-0 con una mezcla de reveses y derechas cortadas y un saque que todavía no es capaz de pillar. El ajedrez, es otra historia. Me destroza partida a partida, aunque consigo salvar una de ellas.
Volvemos a encender la chimenea, con el mismo esfuerzo del día anterior y a dormir, que son dos días. Por la noche, la luna sale más tarde que la noche anterior (una lección más del maestro Quiroga), lo que retarda la llamada del amor, pero es agradable hablar con Pepi a solas pero acompañado de los ruidos de la naturaleza y bajo una luna tan apetecible.
Ya en nuestros lechos, una de cante por carnavales. [Y yo viá'ce y yo viá'ce lo-que-di-ga-mi-mu-jé]. Silvio nos da las buenas noches, y esta vez destrozados por el trabajo lo dejamos solo y nos vamos a dormir sin tapujos, ya que al día siguiente todavía nos queda por apechugar.

Viernes 14/11/2008

Nuestro despertar se convierte en un madrugazo de mierdas, por varios motivos: el frío, que nos despertamos a más de las 9, que cada vez queda menos producto que recoger, pero lo llevamos con filosofía, o al menos eso creo yo, hasta que adivino la frustración de mi acompañante por haberme metido en esa aventurilla y cómo nuestra sed de llevar a cabo una recogida épica en cantidades se está viendo desmontada por la escasez de aceitunas.
Este viaje, no obstante, me reconforta en muchos planos y me viene estupendo desconectar unos días de la rutina del desempleo, que no de mi pepi, queridos lectores, que ya quisiera yo que esa "rutina" me acompañase el resto de mi vida.
















Llega un momento delicado, pues nos quedan unos árboles que vinieron a nacer en terreno empinado, y que no estamos dispuestos a abandonar por la dificultad, pues con frecuencia nos agarramos a ella como si fuera un clavo ardiendo para demostrar no sé qué cosa. La correcta colocación de los telones se hace más vital que nunca, e improvisamos sirviéndonos de ellos una especie de redes de trapecista que no tienen nada que envidiar a las del circo del sol. Nos cuesta mucho más esfuerzo de lo que se preveía, pues el árbol tiene ramas muy bajas, que debemos sortear cada vez que tensamos el telón, pero a su vez tiene ramas muy altas por lo que de uno de los extremos hago un nudo "fácil" en la alambrada, colocada sobre un poyete, que se encuentra alrededor de un metro por encima del terreno mencionado. Quizás sea eso lo que permitió que se produjera el hallazgo del único espárrago que conseguimos ver en Cazalla. A Rafa pareció impresionarle más que a mi, y en ese momento supe que no estaba muy seguro de que todas las esparragueras que le había estado mostrando lo fuesen realmente. Una vez terminado el árbol, Rafa no consigue soltar el nudo, y tengo que ir desde el otro extremo para soltarlo. Intento disimular con mi cara que el nudo es un poco entretenido de soltar, pero el tiempo que tardo me delata. Cosas de canallas. Recogemos las aceitunas, y nos dirigimos a terminar nuestra labor en uno o dos árboles que han quedado en el llano. Ahí ya relajamos la tensión, e incluso nos fotografiamos para que ustedes puedan vernos en acción. No tardamos mucho y nos hacemos con muchas más olivas que en el terreno abrupto. Parecemos aceptar que la recogida ha terminado, con el consuelo, que no es poco, de recoger unas aceitunillas a mano para que mi señor padre las aliñe, de tener la tarde libre para nosotros, de marcarnos una comidita y un café sin prisas y de disfrutar de la última velada de estos dos canallas en este viaje de puercos.
Y así fue. Una vez más, hicimos uso de la hospitalidad de nuestro ausente anfitrión, y nos servimos de los productos de la tierra para preparar un magnífico revuelto con patatas, choricitos, ajos y productos varios. Mientras se preparaba la comida, cortamos una tapita de morcilla, que Rafa tuvo la magistral idea de sacar a la mesa de fuera para degustar cuando la comida estuviese lista. Digo degustar, porque quien se las comió realmente fue el mamón del gato negro que cuando nos despistamos, ni corto ni perezoso, se zampó el plato hasta que lo pudimos salvar, y para entonces, sólo quedaba una mera sobra. De seguro que todo el mundo gatuno ha celebrado esta victoria felina sobre los humanos, y este gato, junto a Isidoro, se ha convertido un un héroe comparable a nuestro Hércules y sus trabajos o al mismísimo Peter Petrelli.
Nos marcamos unas partiditas de ping pong mientras me bebía el café, y ahí se produjo la primera victoria total de Rafa, que por supuesto, se ha encargado de recordarme. No pude resarcirme con una victoria posterior pues nos sorprendió la visita de Adolfo, que agradecimos, esta vez acompañado de una representación familiar: su mujer, Reyes, y la pequeña Estrella.
Aprovechando que aun quedaba algo de sol, salimos a recoger setas y a dar un paseo por la finca. Recogimos también algo de leña, la misma leña que nos llevó días antes a localizar a Adolfo, y pude sentir el orgullo y la felicidad de los dueños de todo aquello de pasear por su propia tierra, que inevitablemente me recordó al orgullo que siente mi progenitor las veces en que hemos paseado por la finca de "La liebre". Si ya Adolfo me había sorprendido, más lo hizo su hija de cuatro años, al declarar que le gustaría aprender a tocar el violín el próximo año. ¡Cuánto bien hace la Arcadia cazallera en las personas, incluso a una personita de tan corta edad!
La noche nos empujó a refugiarnos en la casa, y por analogía nos refugiamos en el vino y en la buena conversación. Yo, por mi parte, que ya de por sí soy reservado en palabras, supe que era más un momento de escuchar y de aprender de nuestros tres visitantes. Mi compañero canalla no fue tan discreto, y la pequeña Estrella le hizo ver que estaba diciendo tonterías y no la dejaba a ella decir sus "dos cosas". Adolfo nos deleitó con sus explicaciones magistrales sobre el funcionamiento de las constelaciones, otro de los muchos temas que domina, y a los dos nos llegó la cotidianeidad con que lo explicaba a Reyes, su mujer, ejemplificando con el objeto más a la mano que tenía, y creando de la nada la constelación "Ping Pong". Toda una lección de pedagogía.
Además, guiados por el trío familiar, entendimos el funcionamiento de un juego que no habíamos conseguido descifrar. Se trata de un juego de tablero en el que un jugador maneja cuatro cabras y el otro una veintena de tigres. Parece ser que es el juego nacional de Nepal, y consiste en conseguir que los tigres se coman cinco cabras antes de que el jugador de las cabras consiga encerrar a los tigres. A mi entender, se trata de una mezcla entre ajedrez, damas y tres en raya.











Al llegar la noche, nos dejaron solos en su propia casa, donde pudimos entregarnos una vez más a la lata de caballas, y como no, al placer del ajedrez. Ya en nuestros catres, tocaba apagar la luz, y cómo no, había que inventar algo para que alguien perdiese y alguien ganase. La cuestión es que teníamos que apagar dos luces, y cada interruptor estaba colocado en un sentido distinto. Decidimos servirnos de un balón con el que tirar a uno de los interruptores, y acordamos que si alguien apagapa una luz, el perdedor se levantaría a apagar la otra. Un servidor no tuvo que levantarse, pero la satisfacción fue para los dos, al dormir una vez más tras haber hecho de una anécdota infantiloide una canallada más.

Sábado 15/11/2008

El sábado nos levantamos más relajados si cabe, recogimos el tinglado de dormir, y nos marcamos el desayuno. Yo había decidido salir antes de comer, para llegar a Jerez a comer con mi pequeña, así que después de unas partidas de ping pong, en que fui nuevamente vapuleado me monté en el Ibiza de la Pepi y Rafa me acompañó hasta la cancela. Desandé sobre ruedas el camino que habíamos recorrido hacía tres días, puse el cuentakilométros a cero y me dispuse a recorrer los 180 Km que me separaban de Jerez a una hora razonable para llegar a la comida, dejando atrás tres días que habían sabido a gloria y en los que esperaba, si no haberme ganado el nombre, al menos el respeto del tío más canalla que conozco. El camino inverso lo estaba haciendo la Braulia. No pude llegar a conocerla, pero le doy las gracias por no haberme cruzado con ella en el carril. Al llegar a Jerez, Pepi me había preparado un festín de bienvenida que no recuerdo si supe agradecer. Estaba de vuelta, y con las pilas cargadas de nuevo para hacer frente al monstruo del desempleo con mucha más energía de la que venía teniendo hasta el momento. Por la noche, cenita en San José del Valle con Pepi, sus colegas profesores y las banderolas de María Auxiliadora y el niño Jesús de Dios, donde sucedieron muchas anécdotas dignas de mención, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otro momento.




lunes, 17 de noviembre de 2008

La frase de la semana

La imaginación consuela a las personas de lo que no pueden ser. El humor los consuela de lo que son.
Winston Churchill

jueves, 6 de noviembre de 2008

La patada al saco

Todas mis pasiones, ilusiones, ansias, aspiraciones de carácter filológico y cultural han estado metidas en un saco durante algún tiempo. Es por eso que quizá no he sido capaz de darle continuidad a este pequeño espacio que me saqué de la manga así como así para después abandonarlo a su suerte como un niño irresponsable a su insulso "tamagochi". Pero aún no es tarde. Le di la vida a este espacio virtual, si me permitís llamarlo así, y no estoy dispuesto a dejarlo morir.
Es por eso que desde hoy me comprometo a darle una patada de cuando en cuando a ese saco que tengo por batiburrillo (y no de nunca en nunca , que hasta ahora venía siendo lo habitual) y como vulgarmente se dice: "avé que sale", porque algo va a salir, no les quepa la menor duda.
Esta semana tengo una recomendación para quienes la acepten, junto a mis disculpas por el silencio: se trata de un escritor que por cronología tal vez podríamos situar como escritor de fin de siglo (XIX, claro) y que en su tiempo fue muy reconocido, pero que aquellos que tienen la batuta del gusto literario decidieron que sólo destacaba por entretener al público con sus cuentos que aportaban una "dudosa calidad literaria". Yo pienso que al Dios Cortázar le bastaría con que un escritor fuera capaz de entretener, así que por mi parte os dejo con Armando Palacio Valdés (1853-1938) y su cuento para mi interesante "El crimen de la calle de la Perseguida". Buen provecho y hasta pronto.

EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA

― Aquí donde usted me ve soy un asesino.
― ¿Cómo es eso, don Elías? ―pregunté riendo, mientras le llenaba la copa de cerveza.
Don Elías es el indivíduo más bondadoso, más sufrido y disciplinado con que cuenta el cuerpo de telégrafos; incapaz de declararse en huelga, aunque el director le mande cepillarle los pantalones.
― Sí, señor...; hay circunstancias en la vida...; llega un momento, en que el hombre más pacífico...
― A ver, a ver; cuente usted eso ―dije, picado de curiosidad.
― Fue en el invierno del setenta y ocho. Había quedado excedente por reforma y me fui a vivir a O... con una hija que allí tengo casada. Mi vida era demasiado buena: comer, pasear, dormir. Algunas veces ayudaba a mi yerno, que está empleado en el Ayuntamiento, a copiar las minutas del secretario. Cenábamos invariablemente a las ocho. Después de acostar a mi nieta, que entonces tenía tres años y hoy es una moza gallarda, rubia, metida en carnes, de esas que a usted le gustan (yo bajé los ojos modestamente y bebí un trago de cerveza), me iba a hacer la tertulia a doña Nieves, una señora viuda que vive sola en la calle de la Perseguida, a quien debe mi yerno su empleo. Habita una casa de su propiedad, grande, antigua, de un sólo piso, con portalón oscuro y escalera de piedra. Solía ir también por allá don Gerardo Piquero, que había sido administrador de la Aduana de Puerto Rico y estaba jubilado. Se murió hace dos años el pobre. Iba a las nueve; yo nunca llegaba hasta después de las nueve y media. En cambio, a las diez y media en punto levantaba tiendas, mientras yo acostumbraba a quedarme hasta las once o algo más.
Cierta noche me despedí, como de costumbre, a estas horas. Doña Nieves es muy económica, y se trata a lo pobre, aunque posee hacienda bastante para regalarse y vivir como gran señora. No ponía luz alguna para alumbrar la escalera y el portal. Cuando don Gerardo o yo salíamos, la criada alumbraba con un quinqué de la cocina desde lo alto. En cuanto cerrábamos la puerta del portal, cerraba ella la del piso y nos dejaba casi en tinieblas, porque la luz que entraba de la calle era escasísima.
Al dar el primer paso sentí lo que se llama vulgarmente un cale; esto es, me metieron con un fuerte golpe el sombrero de copa hasta las narices. El miedo me paralizó y me dejé caer contra la pared. Creí escuchar risas, y un poco repuesto del susto me saqué el sombrero.
― ¿Quién va? ―dije, dando a mi voz acento formidable y amenazador.
Nadie respondió. Pasaron por mi imaginación rápidamente varios supuestos. ¿Tratarían de robarme? ¿Querrían algunos pilluelos divertirse a mi costa? ¿Sería algún amigo bromista? Tomé la resolución de salir inmediatamente, porque la puerta estaba libre. Al llegar al medio del portal me dieron un fuerte azote en las nalgas con la palma de la mano, y un grupo de cinco o seis hombres me tapó al mismo tiempo la puesta. ―¡Socorro! ―grité con voz apagada, retrocediendo de nuevo hacia la pared. Los hombres comenzaron a brincar delante de mi, gesticulando de modo extravagante. Mi terror había llegado al colmo.
― ¿Dónde vas a estas horas, ladrón? ―dijo uno de ellos.
― Irá a robar algún muerto. Es el médico ―dijo otro.
Entonces cruzó por mi mente la sospecha de que estaban borrachos, y recobrándome, exclamé con fuerza:
― ¡Fuera, canalla! Dejadme paso o mato a uno.
Al mismo tiempo enarbolé el bastón de hierro que me había regalado un maestro de la fábrica de armas y que acostumbraba a llevar por las noches.
Los hombres, sin hacer caso, siguieron bailando ante mí, y ejecutando los mismos gestos desatinados. Pude observar a la tenue claridad que entraba de la calle que ponían siempre por delante uno como más fuerte o resuelte delante del cual los otros se aguarecían:
― ¡Fuera! ―volví a gritar, haciendo molinete con el bastón.
― ¡Ríndete, perro! ―me respondieron, sin detenerse en su baile fantástico.
Ya no me cupo duda: estaban ebrios. Por esto y porque en sus manos no brillaba arma alguna, me tranquilicé relativamente. Bajé el bastón y procurando dar a mis palabras acento de autoridad, les dije:
― ¡Vaya, vaya; poca guasa! A ver si me dejáis paso.
― ¡Ríndete, perro! ¿Vas a chupar la sangre de los muertos? ¿Vas a cortar alguna pierna? ¡Arrancarle una oreja! ¡Sacarle un ojo! ¡Tirarle por las narices!
Tales fueron las voces que salieron del grupo en contestación a mi requisitoria. Al mismo tiempo, avanzaron más hacia mí. Uno de ellos, no el que venía delante, sino otro, extendió el brazo por encima del hombro del primero y me agarró de las narices y me dio un fuerte tirón, que me hizo lanzar un grito de dolor. Di un salto de través, porque mis espaldas tocaban casi la pared, y logré apartarme un poco de ellos, y alzando el bastón, lo descargué ciego de cólera sobre el que venía delante. Cayó pesadamente al suelo sin decir ¡ay! Los demás huyeron.
Quedé solo y aguardé anhelante que el herido se quejase o se moviese. Nada; ni un gemido, ni el más leve movimiento. Entonces me vino la idea de que pude matarlo. El bastón era realmente pesado, y yo he tenido toda la vida la manía de la gimnasia. Me apresuré, con mano temblorosa, a sacar la caja de cerillas, y encendí un fósforo...
No puedeo describirle lo que en aquel instante pasó por mí. Tendido en el suelo, boca arriba, yacía un hombre muerto. ¡Muerto, sí! Claramente vi pintada la muerte en su rostro pálido. El fósforo me cayó de los dedos y quedé otra vez en tinieblas. No le vi más que un momento; pero la visión fue tan intensa, que ni un pormenor se me escapó. Era corpulento, la barba negra y enmarañada, la nariz grande y aguileña; vestía blusa azul, pantalones de color y alpargatas; en la cabeza llevaba boina negro. Parecía un obrero de la fábrica de armas, un armero, como allí suele decirse.
Puedo afirmarle, sin mentir, que las cosas que pensé en un segundo, allí en la oscuridad, no tendría tiempo a pensarlas ahora en un día entero. Vi con perfecta claridad lo que iba a suceder. La muerte de aquel hombre divulgada en seguida por la ciudad; la Policía echándome mano; la consternación de mi yerno, los desmayos de mi hija, los gritos de mi nietecita; luego la cárcel, el proceso, arrastrándose perezosamente al través de los meses y acaso de los años; la acusación del fiscal llamándome asesino, como siempre acaece en estos casos; la defensa de mi abogado alegando mis honrados antecedentes; luego la sentencia de la Sala, absolviéndome quizá, quizá condenándome a presidio.
De un salto me planté en la calle y corrí hasta la esquina; pero allí me hice cargo de que venía sin sombrero, y me volví. Penetré de nuevo en el portal, con gran repugnancia y miedo. Encendí otro fósforo y eché una mirada oblicua a mi víctima con la esperanza de verle alentar. Nada; allí estaba en el mismo sitio, rígido, amarillo sin una gota de sangre en el rostro, lo cual me hizo pensar que había muerto de conmoción cerebral. Busqué el sombrero, metí por él la mano cerrada para desarrugarlo, me lo puse y salí.
Pero esta vez me guardé de correr. El instinto de conservación se había apoderado de mí por completo, y me sugirió todos los medios de evadir la justicia. Me ceñí a la pared por el lado de la sombra, y haciendo el menor ruido con los pasos, doblé pronto la esquina de la calle de la Perseguida, entré en la de San Joaquín y caminé la vuelta de mi casa. Procuré dar a mis pasos todo el sosiego y compostura posibles. Mas he aquí que en la calle de Altavilla, cuando ya me iba serenando, se acerca de improvido un guardia del Ayuntamiento.
― Don Elías, ¿tendrá usted la bondad de decirme?...
No oí más. El salto que di fue tan grande, que me separé algunas varas del esbirro. Luego, sin mirarle, emprendí una carrera desesperada, loca, al través de las calles. Llegué a las afueras de la ciudad, y allí me detuve jadeante y sudoroso. Acudió a mí la reflexión. ¡Qué barbaridad había hecho! Aquel guardia me conocía. Lo más probable es que viniese a preguntarme algo referente a mi yerno. Mi conducta extravagante le había llenado de asombro. Pensaría que estaba loco; pero a la mañana siguiente, cuando se tuviese noticia del crimen, seguramente concebiría sospechas y daría parte del hecho al juez. Mi sudor se tornó frío de repente.
Caminé aterrado hacia mi casa, y no tardé en llegar a ella. Al entrar se me ocurrió una idea feliz. Fui derecho a mi cuarto, guardé el bastón de hierro en el armario y tomé otro de junco que poseía, y volví a salir. Mi jija acudió a la puerta sorprendida. Inventé una cita con un amigo en el casino, y, efectivamente, me dirigí a paso largo hacia este sitio. Todavía se hallaban reunidos en la sala contigua al billar unos cuantos de los que formaban la tertulia de última hora. Me senté al lado de ellos, aparenté buen humor, estuve jaranero en exceso y procuré por todos los medios que se fijasen en el ligero bastancillo que llevaba en la mano. Lo doblaba hasta convertirlo en un arco, me azotaba los pantalones, lo blandía a guisa de florete, tocaba con él la espada de los tertulios para preguntarles cualquier cosa, lo dejaba caer al suelo. En fin, no quedó nada por hacer.
Cuando al fin la tertulia se deshizo y en la calle me separé de mis compañeros, estaba un poco más sosegado. Pero al llegar a casa y quedarme solo en el cuarto, se apoderó de mi una tristeza mortal. Comprendí que aquella treta no serviría más que para agravar mi situación en caso de que las sospechas recayesen sobre mí. Me desnudé maquinalmente, y permanecí sentado al borde de la cama larguísimo rato, abasorto en mis pensamientos tenebrosos. Al cabo el frío me obligó a acostarme.
No pude cerrar los ojos. Me revolqué mil veces entre las sábanas, presa de fatal desasosiego, de un terror que el silencio y la soledad hacían más cruel. A cada instante esperaba oír aldabonazos en la puerta, y los pasos de la policía en la escalera. Al amanecer, sin embargo, me rindió el sueño; mejor dicho, un pesado letargo, del cual me sacó la voz de mi hija:
― Que ya son las diez, padre. ¡Qué ojeroso está usted! ¿Ha pasado mala noche?
― Al contrario, he dormido divinamente ―me apresuré a responder.
No me fiaba ni de mi hija. Luego añadí, afectando naturalidad:
― ¿Ha venido ya El Eco del Comercio?
― ¡Anda, ya lo creo!
Traémelo.
Aguardé a que mi hija saliese y desdoblé el periódico con mano trémula. Recorrilo todo con ojos ansiosos, sin ver nada. De pronto leí en letras gordas: El crimen de la calle de la Perseguida, y quedé helado por el terror. Me fijé un poco más. Había sido una alucinación. Era un artículo titulado El criterio de los padres de la provincia. Al fin, haciendo un esfuerzo supremo para serenarme, pude leer la sección de gacetillas, donde hallé una que decía:

«SUCESO EXTRAÑO

Los enfermeros del Hospital Provincial tienen la costumbre censurable de servirse de los alienados pacíficos que hay en el manicomio para diferentes comisiones, entre ellas la de transportar los cadáveres a la sala de autopsia. Ayer noche cuatro dementes, desempeñando este servicio, encontraron abierta la puerta del patio que da acceso al parque de San Ildefonso, y se fugaron por ella llevándose el cadáver. Inmediatamente que el señor administrador del hospital tuvo noticia del hecho, despachó varios emisarios en su busca, pero fueron inútiles sus gestiones. A la una de la madrugada se presentaron en el hospital los mismos locos, pero sin el cadáver. Este fue hallado por el sereno de la calle de la Perseguida, en el portal de la señora doña Nieves Menéndez. Rogamos al señor decano del Hospital Provincial que tome medidas para que no se repitan estos hechos escandalosos.»

Dejé caer el periódico de las manos y fui acometido de una risa compulsiva, que degeneró en un ataque de nervios.

― ¿De modo que había usted madado a un muerto?

― Precisamente.