jueves, 6 de noviembre de 2008

La patada al saco

Todas mis pasiones, ilusiones, ansias, aspiraciones de carácter filológico y cultural han estado metidas en un saco durante algún tiempo. Es por eso que quizá no he sido capaz de darle continuidad a este pequeño espacio que me saqué de la manga así como así para después abandonarlo a su suerte como un niño irresponsable a su insulso "tamagochi". Pero aún no es tarde. Le di la vida a este espacio virtual, si me permitís llamarlo así, y no estoy dispuesto a dejarlo morir.
Es por eso que desde hoy me comprometo a darle una patada de cuando en cuando a ese saco que tengo por batiburrillo (y no de nunca en nunca , que hasta ahora venía siendo lo habitual) y como vulgarmente se dice: "avé que sale", porque algo va a salir, no les quepa la menor duda.
Esta semana tengo una recomendación para quienes la acepten, junto a mis disculpas por el silencio: se trata de un escritor que por cronología tal vez podríamos situar como escritor de fin de siglo (XIX, claro) y que en su tiempo fue muy reconocido, pero que aquellos que tienen la batuta del gusto literario decidieron que sólo destacaba por entretener al público con sus cuentos que aportaban una "dudosa calidad literaria". Yo pienso que al Dios Cortázar le bastaría con que un escritor fuera capaz de entretener, así que por mi parte os dejo con Armando Palacio Valdés (1853-1938) y su cuento para mi interesante "El crimen de la calle de la Perseguida". Buen provecho y hasta pronto.

EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA

― Aquí donde usted me ve soy un asesino.
― ¿Cómo es eso, don Elías? ―pregunté riendo, mientras le llenaba la copa de cerveza.
Don Elías es el indivíduo más bondadoso, más sufrido y disciplinado con que cuenta el cuerpo de telégrafos; incapaz de declararse en huelga, aunque el director le mande cepillarle los pantalones.
― Sí, señor...; hay circunstancias en la vida...; llega un momento, en que el hombre más pacífico...
― A ver, a ver; cuente usted eso ―dije, picado de curiosidad.
― Fue en el invierno del setenta y ocho. Había quedado excedente por reforma y me fui a vivir a O... con una hija que allí tengo casada. Mi vida era demasiado buena: comer, pasear, dormir. Algunas veces ayudaba a mi yerno, que está empleado en el Ayuntamiento, a copiar las minutas del secretario. Cenábamos invariablemente a las ocho. Después de acostar a mi nieta, que entonces tenía tres años y hoy es una moza gallarda, rubia, metida en carnes, de esas que a usted le gustan (yo bajé los ojos modestamente y bebí un trago de cerveza), me iba a hacer la tertulia a doña Nieves, una señora viuda que vive sola en la calle de la Perseguida, a quien debe mi yerno su empleo. Habita una casa de su propiedad, grande, antigua, de un sólo piso, con portalón oscuro y escalera de piedra. Solía ir también por allá don Gerardo Piquero, que había sido administrador de la Aduana de Puerto Rico y estaba jubilado. Se murió hace dos años el pobre. Iba a las nueve; yo nunca llegaba hasta después de las nueve y media. En cambio, a las diez y media en punto levantaba tiendas, mientras yo acostumbraba a quedarme hasta las once o algo más.
Cierta noche me despedí, como de costumbre, a estas horas. Doña Nieves es muy económica, y se trata a lo pobre, aunque posee hacienda bastante para regalarse y vivir como gran señora. No ponía luz alguna para alumbrar la escalera y el portal. Cuando don Gerardo o yo salíamos, la criada alumbraba con un quinqué de la cocina desde lo alto. En cuanto cerrábamos la puerta del portal, cerraba ella la del piso y nos dejaba casi en tinieblas, porque la luz que entraba de la calle era escasísima.
Al dar el primer paso sentí lo que se llama vulgarmente un cale; esto es, me metieron con un fuerte golpe el sombrero de copa hasta las narices. El miedo me paralizó y me dejé caer contra la pared. Creí escuchar risas, y un poco repuesto del susto me saqué el sombrero.
― ¿Quién va? ―dije, dando a mi voz acento formidable y amenazador.
Nadie respondió. Pasaron por mi imaginación rápidamente varios supuestos. ¿Tratarían de robarme? ¿Querrían algunos pilluelos divertirse a mi costa? ¿Sería algún amigo bromista? Tomé la resolución de salir inmediatamente, porque la puerta estaba libre. Al llegar al medio del portal me dieron un fuerte azote en las nalgas con la palma de la mano, y un grupo de cinco o seis hombres me tapó al mismo tiempo la puesta. ―¡Socorro! ―grité con voz apagada, retrocediendo de nuevo hacia la pared. Los hombres comenzaron a brincar delante de mi, gesticulando de modo extravagante. Mi terror había llegado al colmo.
― ¿Dónde vas a estas horas, ladrón? ―dijo uno de ellos.
― Irá a robar algún muerto. Es el médico ―dijo otro.
Entonces cruzó por mi mente la sospecha de que estaban borrachos, y recobrándome, exclamé con fuerza:
― ¡Fuera, canalla! Dejadme paso o mato a uno.
Al mismo tiempo enarbolé el bastón de hierro que me había regalado un maestro de la fábrica de armas y que acostumbraba a llevar por las noches.
Los hombres, sin hacer caso, siguieron bailando ante mí, y ejecutando los mismos gestos desatinados. Pude observar a la tenue claridad que entraba de la calle que ponían siempre por delante uno como más fuerte o resuelte delante del cual los otros se aguarecían:
― ¡Fuera! ―volví a gritar, haciendo molinete con el bastón.
― ¡Ríndete, perro! ―me respondieron, sin detenerse en su baile fantástico.
Ya no me cupo duda: estaban ebrios. Por esto y porque en sus manos no brillaba arma alguna, me tranquilicé relativamente. Bajé el bastón y procurando dar a mis palabras acento de autoridad, les dije:
― ¡Vaya, vaya; poca guasa! A ver si me dejáis paso.
― ¡Ríndete, perro! ¿Vas a chupar la sangre de los muertos? ¿Vas a cortar alguna pierna? ¡Arrancarle una oreja! ¡Sacarle un ojo! ¡Tirarle por las narices!
Tales fueron las voces que salieron del grupo en contestación a mi requisitoria. Al mismo tiempo, avanzaron más hacia mí. Uno de ellos, no el que venía delante, sino otro, extendió el brazo por encima del hombro del primero y me agarró de las narices y me dio un fuerte tirón, que me hizo lanzar un grito de dolor. Di un salto de través, porque mis espaldas tocaban casi la pared, y logré apartarme un poco de ellos, y alzando el bastón, lo descargué ciego de cólera sobre el que venía delante. Cayó pesadamente al suelo sin decir ¡ay! Los demás huyeron.
Quedé solo y aguardé anhelante que el herido se quejase o se moviese. Nada; ni un gemido, ni el más leve movimiento. Entonces me vino la idea de que pude matarlo. El bastón era realmente pesado, y yo he tenido toda la vida la manía de la gimnasia. Me apresuré, con mano temblorosa, a sacar la caja de cerillas, y encendí un fósforo...
No puedeo describirle lo que en aquel instante pasó por mí. Tendido en el suelo, boca arriba, yacía un hombre muerto. ¡Muerto, sí! Claramente vi pintada la muerte en su rostro pálido. El fósforo me cayó de los dedos y quedé otra vez en tinieblas. No le vi más que un momento; pero la visión fue tan intensa, que ni un pormenor se me escapó. Era corpulento, la barba negra y enmarañada, la nariz grande y aguileña; vestía blusa azul, pantalones de color y alpargatas; en la cabeza llevaba boina negro. Parecía un obrero de la fábrica de armas, un armero, como allí suele decirse.
Puedo afirmarle, sin mentir, que las cosas que pensé en un segundo, allí en la oscuridad, no tendría tiempo a pensarlas ahora en un día entero. Vi con perfecta claridad lo que iba a suceder. La muerte de aquel hombre divulgada en seguida por la ciudad; la Policía echándome mano; la consternación de mi yerno, los desmayos de mi hija, los gritos de mi nietecita; luego la cárcel, el proceso, arrastrándose perezosamente al través de los meses y acaso de los años; la acusación del fiscal llamándome asesino, como siempre acaece en estos casos; la defensa de mi abogado alegando mis honrados antecedentes; luego la sentencia de la Sala, absolviéndome quizá, quizá condenándome a presidio.
De un salto me planté en la calle y corrí hasta la esquina; pero allí me hice cargo de que venía sin sombrero, y me volví. Penetré de nuevo en el portal, con gran repugnancia y miedo. Encendí otro fósforo y eché una mirada oblicua a mi víctima con la esperanza de verle alentar. Nada; allí estaba en el mismo sitio, rígido, amarillo sin una gota de sangre en el rostro, lo cual me hizo pensar que había muerto de conmoción cerebral. Busqué el sombrero, metí por él la mano cerrada para desarrugarlo, me lo puse y salí.
Pero esta vez me guardé de correr. El instinto de conservación se había apoderado de mí por completo, y me sugirió todos los medios de evadir la justicia. Me ceñí a la pared por el lado de la sombra, y haciendo el menor ruido con los pasos, doblé pronto la esquina de la calle de la Perseguida, entré en la de San Joaquín y caminé la vuelta de mi casa. Procuré dar a mis pasos todo el sosiego y compostura posibles. Mas he aquí que en la calle de Altavilla, cuando ya me iba serenando, se acerca de improvido un guardia del Ayuntamiento.
― Don Elías, ¿tendrá usted la bondad de decirme?...
No oí más. El salto que di fue tan grande, que me separé algunas varas del esbirro. Luego, sin mirarle, emprendí una carrera desesperada, loca, al través de las calles. Llegué a las afueras de la ciudad, y allí me detuve jadeante y sudoroso. Acudió a mí la reflexión. ¡Qué barbaridad había hecho! Aquel guardia me conocía. Lo más probable es que viniese a preguntarme algo referente a mi yerno. Mi conducta extravagante le había llenado de asombro. Pensaría que estaba loco; pero a la mañana siguiente, cuando se tuviese noticia del crimen, seguramente concebiría sospechas y daría parte del hecho al juez. Mi sudor se tornó frío de repente.
Caminé aterrado hacia mi casa, y no tardé en llegar a ella. Al entrar se me ocurrió una idea feliz. Fui derecho a mi cuarto, guardé el bastón de hierro en el armario y tomé otro de junco que poseía, y volví a salir. Mi jija acudió a la puerta sorprendida. Inventé una cita con un amigo en el casino, y, efectivamente, me dirigí a paso largo hacia este sitio. Todavía se hallaban reunidos en la sala contigua al billar unos cuantos de los que formaban la tertulia de última hora. Me senté al lado de ellos, aparenté buen humor, estuve jaranero en exceso y procuré por todos los medios que se fijasen en el ligero bastancillo que llevaba en la mano. Lo doblaba hasta convertirlo en un arco, me azotaba los pantalones, lo blandía a guisa de florete, tocaba con él la espada de los tertulios para preguntarles cualquier cosa, lo dejaba caer al suelo. En fin, no quedó nada por hacer.
Cuando al fin la tertulia se deshizo y en la calle me separé de mis compañeros, estaba un poco más sosegado. Pero al llegar a casa y quedarme solo en el cuarto, se apoderó de mi una tristeza mortal. Comprendí que aquella treta no serviría más que para agravar mi situación en caso de que las sospechas recayesen sobre mí. Me desnudé maquinalmente, y permanecí sentado al borde de la cama larguísimo rato, abasorto en mis pensamientos tenebrosos. Al cabo el frío me obligó a acostarme.
No pude cerrar los ojos. Me revolqué mil veces entre las sábanas, presa de fatal desasosiego, de un terror que el silencio y la soledad hacían más cruel. A cada instante esperaba oír aldabonazos en la puerta, y los pasos de la policía en la escalera. Al amanecer, sin embargo, me rindió el sueño; mejor dicho, un pesado letargo, del cual me sacó la voz de mi hija:
― Que ya son las diez, padre. ¡Qué ojeroso está usted! ¿Ha pasado mala noche?
― Al contrario, he dormido divinamente ―me apresuré a responder.
No me fiaba ni de mi hija. Luego añadí, afectando naturalidad:
― ¿Ha venido ya El Eco del Comercio?
― ¡Anda, ya lo creo!
Traémelo.
Aguardé a que mi hija saliese y desdoblé el periódico con mano trémula. Recorrilo todo con ojos ansiosos, sin ver nada. De pronto leí en letras gordas: El crimen de la calle de la Perseguida, y quedé helado por el terror. Me fijé un poco más. Había sido una alucinación. Era un artículo titulado El criterio de los padres de la provincia. Al fin, haciendo un esfuerzo supremo para serenarme, pude leer la sección de gacetillas, donde hallé una que decía:

«SUCESO EXTRAÑO

Los enfermeros del Hospital Provincial tienen la costumbre censurable de servirse de los alienados pacíficos que hay en el manicomio para diferentes comisiones, entre ellas la de transportar los cadáveres a la sala de autopsia. Ayer noche cuatro dementes, desempeñando este servicio, encontraron abierta la puerta del patio que da acceso al parque de San Ildefonso, y se fugaron por ella llevándose el cadáver. Inmediatamente que el señor administrador del hospital tuvo noticia del hecho, despachó varios emisarios en su busca, pero fueron inútiles sus gestiones. A la una de la madrugada se presentaron en el hospital los mismos locos, pero sin el cadáver. Este fue hallado por el sereno de la calle de la Perseguida, en el portal de la señora doña Nieves Menéndez. Rogamos al señor decano del Hospital Provincial que tome medidas para que no se repitan estos hechos escandalosos.»

Dejé caer el periódico de las manos y fui acometido de una risa compulsiva, que degeneró en un ataque de nervios.

― ¿De modo que había usted madado a un muerto?

― Precisamente.








2 comentarios:

Anónimo dijo...

increible, que angustia al leer "EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA" estaras contento no¿? he recobrado mis ganas de leer!! y creo que voy a comenzar con algo de cortazar; alguna recomendacion?

bueno espero que nos veamos pronto! te dejo una frase que me gusta; ¡ Nos ladran Sancho!, señal de que avanzamos.

JUAN F. SÁNCHEZ dijo...

mis poderes de adivinación me fallan, o tal vez la próxima vez puedas identificarte. Pienso por lo que comentas de la vuelta de las ganas de leer que eres el camarada machín, pero no estoy seguro.
En todo caso, de Cortázar cualquier cosa que leas no tiene desperdicio, pero yo me decanto por sus cuentos: hay varios libros de cuentos magistrales: las armas secretas, bestiario, Todos los fuegos el fuego, queremos tanto a glenda...
En fin, que hay para aburrirse.

Muchas gracias por la frase, buena en verdad.